En
la Palestina de tiempos de Jesús, los cadáveres eran enterrados al
poco tiempo de morir, y el funeral se celebraba antes de ocho horas.
Lo primero que se hacía era lavar el cadáver con perfumes (“un
compuesto de mirra y áloe” según Juan 19, 39) y vestirlo con sus
ropas más lujosas. A continuación, se amortajaba el cadáver con
varias telas, una para la cara, las manos y los pies vendados y otra
sábana de mayor tamaño para cubrir todo el cuerpo.
Los
parientes y amigos llevaban el cuerpo en procesión, precedidos por
las mujeres, que proferían grandes llantos, se rasgaban las
vestiduras y se arrojaban ceniza o tierra en el pelo. En ocasiones se
contrataban flautistas profesionales para acompañar al cortejo.
En
Jerusalén, los pobres eran sepultados en fosas comunes, mientras que
los ricos contaban con lujosas tumbas excavadas en la roca en el
valle del Cedrón, lugar en el que comenzaría el juicio final, o un
poco más al norte. Estas tumbas llegaban a ser en ocasiones
auténticos laberintos subterráneos, como la llamada Tumba de
Nicanor o la de Absalón, esta última en el valle del Cedrón.
El
plano interior de estas tumbas era muy variado, aunque por lo
general, tenían una habitación central y varios nichos alrededor
para los cadáveres.
Pasado
un tiempo, la costumbre era recoger los huesos del muerto y meterlos
en un osario, dejando así espacio para un nuevo cadáver en el
nicho. Algunas veces, en lugar de en un nicho, el cadáver se
colocaba sobre un arcosolio, un espacio abovedado con una repisa a
modo de lecho cuyo lado más largo corría paralelo a la pared. Esta
repisa fue a veces vaciada para depositar el cadáver no encima, sino
dentro, y luego se tapaba con una losa. De esta manera, se utilizaba
como tumba perpetua, sin recogida posterior de huesos. La entrada de
la tumba quedaba sellada por medio de una enorme piedra rodante (en
hebreo golel) que impedía la profanación del espacio funerario.
La
espiritualidad que impregnaba toda la vida y las creencias judías no
hacía necesaria la colocación de ajuares funerarios, a diferencia
de otras culturas del mundo antiguo que consideraban imprescindible
que el muerto pasase a la otra vida acompañado de sus bienes más
preciados y con abundante comida y bebida (es evidente en el antiguo
Egipto y en las culturas mesoamericanas).
Los
pocos objetos que se han encontrado en las tumbas judías del siglo
primero habían sido empleados durante el entierro: lámparas de
aceite para iluminar la cámara durante la ceremonia funeraria,
frascos con perfumes, ungüentos e incienso para ungir el cadáver,
etc. Lo más difícil de explicar es la presencia en algunas tumbas
de sartenes y cazuelas. Todas ellas tenían una capa considerable de
hollín, lo que hace suponer que habían sido retiradas del fuego
justo antes de su introducción en la tumba, quizás como comida para
el difunto. Se trataba de una costumbre ancestral en todo el Oriente
Medio, y aunque en esta época ya había perdido el sentido, el
abandono de una costumbre es algo que siempre lleva su tiempo.
¿Debemos asumir que Jesús fue enterrado en una tumba excavada en la roca perteneciente a un individuo adinerado y que su cadáver recibió sepultura según las prescripciones rituales judías?.
Para responder
a esta pregunta debemos analizar los textos, centrándonos
especialmente en la figura de José de Arimatea.
En las circunstancias del entierro de Jesús hay diferencias notables entre los cuatro relatos evangélicos. Mientras en las versiones de Marcos y Lucas (23, 50) se afirma que José de Arimatea es miembro del Sanedrín, en la de Mateo (27, 57) y Juan (19, 38) se dice tan sólo que es seguidor de Jesús. Asimismo, sólo Juan 19, 39 menciona la participación de un tal Nicodemo en la preparación del cadáver, mientras que, por otra parte, no hay acuerdo acerca de las mujeres que presenciaron el entierro (María Magdalena y María la de José en Marcos; María Magdalena y la otra María en Mateo, las mujeres que lo habían seguido desde Galilea en Lucas y ninguna mujer en el relato de Juan).
En
todos los casos, no obstante, se indica que el de Arimatea poseía
una tumba en la que dio acomodo al cadáver de su amigo y maestro. A
partir de esta suposición, se ha concluido que esta tumba debió ser
relativamente lujosa y que se encontraría en las zonas elegidas para
construir o excavar sus monumentos funerarios. Ahora bien, por las
fuentes judías de la época sabemos que existió un tal José de
Arimatea, pero no era miembro del Sanedrín, sino que pertenecía a
un Beth Din (tribunal) inferior, uno de los tres existentes en
Jerusalén, y tenía encomendada la tarea de asegurarse de que los
cadáveres de los ajusticiados recibiesen un entierro digno y de
acuerdo a las normas de pureza ritual judías antes del anochecer.
La
costumbre habitual de los romanos era dejar los cuerpos de los
crucificados colgados a la vista de todo el pueblo y permitir que las
aves carroñeras devorasen los cuerpos. Sin embargo, la idiosincrasia
del pueblo judío debió hacer posible que se llegase a un acuerdo
entre las autoridades romanas y los dirigentes locales judíos para
que éstos últimos enterrasen los cuerpos de los ajusticiados y
evitasen transgredir las exigentes leyes de impureza ritual judías.
Esta
circunstancia viene confirmada por un versículo de los Hechos de los
Apóstoles, que afirma que no fue un seguidor de Jesús, sino “los
habitantes de Jerusalén y sus jefes” (Hechos 13, 27-29), quienes
dieron sepultura a Jesús.
En efecto, las fuentes rabínicas de la época se refieren al trato que deben recibir los cadáveres de los ajusticiados, y aunque se refiere a ahorcados y lapidados, sin hacer mención a los crucificados por ser una pena romana y no judía, debemos suponer que estas normas eran extensivas a todos los muertos, hubiesen sido condenados por la autoridad judía o romana.
En efecto, las fuentes rabínicas de la época se refieren al trato que deben recibir los cadáveres de los ajusticiados, y aunque se refiere a ahorcados y lapidados, sin hacer mención a los crucificados por ser una pena romana y no judía, debemos suponer que estas normas eran extensivas a todos los muertos, hubiesen sido condenados por la autoridad judía o romana.
José
de Arimatea, como representante del tribunal inferior judío, acude a
la autoridad romana, fuese Pilato o algún oficial, para que le
entregasen el cuerpo de Jesús, y quizás los de todos los
crucificados aquel día que nadie hubiera reclamado. Tras certificar
su muerte (“llamó al centurión y le preguntó si ya había
muerto; enterado por el centurión otorgó el cadáver a José”. Mc
15, 44), permitió que José de Arimatea (y los funcionarios que sin
duda lo acompañaban) descolgasen a Jesús de la cruz y le diesen
sepultura.
José de Arimatea no entierra a Jesús a título personal, sino como funcionario municipal, de manera que lo más lógico sería pensar que Jesús fuese enterrado en una fosa común. Las atenciones dispensadas al cadáver (o varios cadáveres) serían las mínimas imprescindibles por dos razones. En primer lugar, porque ningún particular costeaba estos sepelios, y en segundo, porque se acercaba la hora de comienzo del sábado (la misma del anochecer) en la que ya no podrían llevar a cabo su tarea. No obstante, se supone que se envolvieron las extremidades de Jesús con vendas o que se utilizase incluso algún modesto sudario, así como que algún flautista a sueldo de las autoridades judías estuviera presente en la ceremonia de inhumación.
José de Arimatea no entierra a Jesús a título personal, sino como funcionario municipal, de manera que lo más lógico sería pensar que Jesús fuese enterrado en una fosa común. Las atenciones dispensadas al cadáver (o varios cadáveres) serían las mínimas imprescindibles por dos razones. En primer lugar, porque ningún particular costeaba estos sepelios, y en segundo, porque se acercaba la hora de comienzo del sábado (la misma del anochecer) en la que ya no podrían llevar a cabo su tarea. No obstante, se supone que se envolvieron las extremidades de Jesús con vendas o que se utilizase incluso algún modesto sudario, así como que algún flautista a sueldo de las autoridades judías estuviera presente en la ceremonia de inhumación.
El
lugar del entierro estaría posiblemente cerca del patíbulo por
razones obvias. Al ser una práctica habitual la crucifixión en el
Gólgota, también sería habitual que José de Arimatea y sus
colaboradores tuvieran que hacerse cargo de numerosos cadáveres, y
qué mejor sitio que algún emplazamiento cercano al lugar de
ejecución para ahorrar tiempo y esfuerzo. Esto explicaría por qué
tanto el evangelista Juan (Jn 19, 41) como la tradición cristiana
posterior situaba el Gólgota y el sepulcro de Jesús en un mismo
lugar, algo que, de otra manera, no tendría por qué ser así. Por
eso, y a pesar de las deformaciones evidentes de los relatos
evangélicos, es probable que el Santo Sepulcro, que cuenta con una
tradición antiquísima, se encuentre en el auténtico emplazamiento
del Gólgota y la tumba de Jesús, frente a la Tumba del Jardín y el
Calvario de Gordon, que no consta en ninguna tradición anterior al
siglo XIX.
Sin
embargo, admitiendo que en los evangelios se trate efectivamente del
mismo José de Arimatea, lo único que podríamos asegurar es que no
perteneció al Sanedrín, pero en ningún caso se puede demostrar que
no fuese seguidor de Jesús, por lo que quizás, pudo hacer una
excepción con su cadáver y enterrarlo, efectivamente, en una tumba
de su propiedad, con lo que las versiones evangélicas se ajustarían
en lo esencial a lo ocurrido.
EL
SUDARIO DE OVIEDO
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