El
rechazo del pluralismo
Por Fernando Savater (El País - 10/03/2015)
Por Fernando Savater (El País - 10/03/2015)
Empecemos
por decir que todas las religiones son compatibles con los usos
democráticos: sean cuales fueren sus creencias, basta con que acaten
la ley civil. Lo incompatible con la democracia es considerar la
religión no como un derecho de cada cual sino como un deber de todos
y en todos los campos, sea la educación, el arte, el pensamiento, la
indumentaria, etc…
Pero parece que hay religiones más difícilmente
democratizables que otras, sea por razones históricas (los herejes y
los incrédulos no han logrado relativizar su absolutismo social) o
estrictamente doctrinales: su ideal de vida se opone al
individualismo racionalista de la ciudadanía democrática. Este
parece ser el caso del Islam y ayuda a entender por qué países muy
diferentes (Marruecos, Indonesia, Arabia Saudita, Mali, etc…) que
no tienen en común mas que el Islam como religión mayoritaria,
guardan una relación tan problemática u hostil con el sistema
democrático. Por supuesto, no estamos hablando ahora de terrorismo
ni aberraciones parecidas, sino de incompatibilidades estructurales y
mentales.
Para
quienes somos legos en cuestión de teologías comparadas pero nos
interesa el impacto social de cada una de ellas, resulta útil leer
"El
Islam ante la democracia" (ed.
Pasos Perdidos) de Philippe d’Iribarne. Allí se expone el afán de
certeza y unanimidad social que centra la creencia islámica, junto
al rechazo como algo maléfico de la duda y el cuestionamiento
polémico de los dogmas revelados y por tanto obligatoriamente
compartidos.
El debate vacilante y sujeto a disidencias como camino
hacia la verdad no es visto como lo que dignifica la individualidad
pensante de la persona sino como una amenaza disgregadora de la
comunidad bien armonizada. “¿Cómo hacer compatible la fascinación
por el sentimiento de certidumbre que alimenta la unanimidad de una
comunidad, unida a la sombría visión de quien rompe esa unanimidad,
con el lugar central que tienen la incertidumbre y el debate en un
funcionamiento democrático?”.
En
las sociedades mayoritariamente musulmanas existe un rechazo del
pluralismo, tanto en ideas como en costumbres: es un valor
menospreciado, práctica, teórica y psicológicamente. Y ese rechazo
se ha agravado actualmente, cuando la influencia de radicales
educados en Occidente ha denunciado como casi apostasía el
eclectismo más acomodaticio de las comunidades tradicionales. Como
bien dice D’Iribarne, “si creemos que todo movimiento de
modernización conlleva necesariamente aceptar el pluralismo y
valorar el debate, no podemos dejar de asombrarnos por la evolución
del mundo musulmán”. Por ello, las formas de democracia que son
tibiamente mejor aceptadas en tales países son las populistas que
militan por la liberación de las masas, es decir las que consideran
que el pueblo es un todo orgánico, y no las que ponen el acento en
los derechos del individuo junto a los no siempre fácilmente
armonizables conflictos de intereses antagónicos.
Un
serio obstáculo ideológico, desde luego, para la plena aceptación
de la entraña incierta y polémica de la democracia. Pero ¿nos
resulta tan ajeno hoy a quienes no somos musulmanes? ¿Acaso no vemos
también en las democracias europeas inflarse con otras
justificaciones el afán de uniformidad del pueblo frente a sus
enemigos depredadores, el odio a las discrepancias que rompen la
hermandad sagrada, el rechazo a quienes desconocen o conculcan los
rasgos de identidad prefabricados para “ser de los nuestros”, los
creyentes elegidos?
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