Así
como los navegantes, por el aroma de la canela conocen la dirección
de la isla de Ceilán a mucha distancia, cuanto más nos alejamos del
mundo más presentimos que nos acercamos a la patria de la verdad,
porque, como desde ciertas cumbres, ya parece que se siente el olor
del cielo, porque los rayos de luz que la verdad despide se van
haciendo más claros y más tendidos, más intensos y más extensos.
Todas
esas cuestiones que se agitan tempestuosamente entre el cielo y la
tierra, entre la filosofía y el dogma, entre el sacerdocio de la fe
y el imperio de la duda; unas se van achicando, otras se agrandan;
las pueriles se convierten en graves, y las graves en pueriles; todo
se va viendo sencillo, porque todo se va viendo claro; las ideas van
siendo menos particulares, y ya la inteligencia va conociendo el ser,
padre de la verdad, y ya vamos viendo que la verdad es la perfecta
conformidad del ser y de la inteligencia.
Aquí
ya vemos que así como hay dos especies de entendimientos, el
increado y el creado, hay dos especies de verdades, la general y la
particular, la objetiva y la subjetiva, la verdad de siempre y la
verdad de ahora.
Esta
verdad subjetiva, particular, de ahora, es la ecuación entre la
cosa y el entendimiento del hombre; pero la verdad que vamos viendo,
según subimos, es la verdad objetiva, general, la de siempre, la
absoluta; y esta verdad es la ecuación entre la cosa creada y el
entendimiento increado, es la conformidad de la razón del hombre con
la razón de Dios.
Este
punto alto del horizonte es aquel lugar superior donde, como observa
Fenelon, mirando los geómetras chinos encuentran las mismas verdades
que los europeos, mientras unos y otros se desconocen completamente.
Aquella es la región de las verdades eternas, que son independientes
de la voluntad divina. Aquel horizonte es la región de las águilas
del entendimiento humano. Allí fué a buscar Platón la teoría de
las ideas innatas, y Santo Tomás los fundamentos de su ideología, y
Pascal las soluciones de sus problemas, y San Jerónimo el tipo de su
virtud.
En
esa cuna de luz innata nació para el hombre la verdad absoluta, allí
se aparecerá eternamente a todos los que busquen su genealogía por
cima de los horizontes de lo finito; con ese enigma que parece
inexplicable, es con lo que se explica todo; esa idea absoluta es la
razón de todas las ideas, y las razones de las ideas son las razones
de todas las cosas.
Lanzándose
a esta región de luz inefable, nuestra razón de un salto, por medio
del concepto universal de las cosas, se levanta a las concepciones
universales, sin pasar por medio de ningún dato empírico y sin
necesidad de ocasión de ningún hecho de experiencia. Aquí ya las
verdades son eternas, tomando el carácter esencial de que no pueden
ser lo contrario de lo que son, y se formulan espontáneamente en
nuestro espíritu con una evidencia inmediata.
«Todo
hecho que principia supone una causa», «todos los radios de un
círculo son perfectamente iguales», «no hagas con otro, lo que no
quieras que el otro haga contigo», proposiciones todas confirmadas
por la experiencia, pero que no es necesario para saberlas que la
experiencia nos las enseñe. A esta altura inaccesible ya se
encuentra la verdad invencible porque es inatacable; ya se siente el
alma fortalecida con el auxilio de arriba, ya parece que se halla
refugiada como dice un escritor: “bajo el cañón de la luz
sobrenatural”.
El
reflejo de esta luz divina es la estela que marca el rumbo de la
verdad. La luz intelectual que hay en nosotros es la imagen de esta
luz increada de que se inunda el alma en estas alturas, y por eso se
dice en los Salmos: “la luz de tu rostro, Señor, está trazada e
impresa en nosotros”.
Todos
los trabajos de los filósofos se reducen a estos tres órdenes de
investigaciones: estudiar una esencia, una causa o un hecho, o más
concretamente, profundizar las cosas-causas para deducir las
cosas-efectos, o más sencillamente todavía, examinar de qué se
componen las cosas, y cómo subsisten las cosas.
Una
cosa no puede ser y dejar de ser a un mismo tiempo. Este principio es
una verdad eterna. El pensamiento concibe esta verdad; pero no la
hace. Si el pensamiento faltara, esta verdad podría no ser
concebida; pero no podría ser deshecha. Dos cosas iguales a una
tercera son iguales entre sí. Si el pensamiento que concibe esta
verdad no existiera, la verdad continuaría existiendo. De lo cual se
deduce que el entendimiento no regula las leyes de las cosas, sino
que las leyes de las cosas forman la regla del entendimiento. Las
ideas generales sólo en Dios son, y en nosotros sólo están. La
verdad es una ley divina, que aunque se suele apagar en nuestro
entendimiento, ella en sí misma es inextinguible.
Continuará...
Extracto
del libro LO ABSOLUTO por D. Ramón de Campoamor de la Real Academia
Española (año 1.865)
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