31/10/17

LEY DE MURPHY

Probablemente muchos lectores conocerán la Ley de Murphy, que dice en su forma más sencilla: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”, y en una formulación alternativa: “La tostada siempre cae al suelo por el lado de la mantequilla”.

La Ley de Murphy tiene un núcleo muy importante de verdad, pero más que físico, es esencialmente espiritual. No existe una Ley de la Gravitación particular de la Mantequilla, pero sí una tendencia presente en todos nosotros y que conviene conocer: Tendemos a esperar que todo suceda según nuestros planes. Creemos que lo “normal” es que suceda lo que queremos que suceda y por eso, nos llaman más la atención los casos en los que ocurre lo contrario. De alguna forma y a pesar de lo que nos dice la razón, asumimos constantemente que el mundo entero está a nuestro servicio y nos sorprende que, de hecho, no sea así.
Existe una inercia metafísica del ser, que se opone a nuestros deseos. Queremos que las cosas sucedan de un modo determinado, pero la realidad, testarudamente, se niega a hacer lo que queremos, cuando lo queremos y como lo queremos. Es algo que todos experimentamos y de lo que todos nos quejamos, aunque no nos detengamos a pensar mucho en ello.

Ya Buda se dió cuenta de este hecho y lo recogió en su “Sermón de las Cuatro Verdades”: Sufrimos porque deseamos que ocurran cosas y no ocurren y también porque deseamos que otras cosas no ocurran y ocurren. La reacción de Buda al darse cuenta de este hecho trascendental para el ser humano fue muy comprensible. Decidió que para escapar a la maldición del sufrimiento, merecía la pena intentar no desear nada, así no nos veríamos decepcionados y se rompería la maldición de la Ley de Murphy, que él llama samsara (la rueda kármica).

Pero Buda no se dió cuenta de algo maravilloso, la Ley de Murphy no es una maldición, sino una bendición. Sólo es una maldición si la consideramos con los ojos puestos en nuestro ombligo. Si mi “yo” es el centro del universo, es cierto que ese universo está maldito porque se empeña en luchar contra su centro y las únicas soluciones son la idea ingenua de que el hombre llegará a dominar totalmente el mundo (cientifismo, racionalismo, marxismo, etc.) o la búsqueda de la disolución de la propia persona (budismo). Sin embargo, si llegamos a descubrir que no somos el centro del universo, las cosas cambian, porque nos damos cuenta de que las cosas no se oponen a nuestra voluntad, sino que, simplemente, obedecen a la Voluntad de otro, independientemente de nuestros planes. Esto se debe a que el mundo no es creación nuestra y nosotros no somos sus dueños. El mundo es creación de Dios y sigue sus leyes y sus planes, no los nuestros. Y nosotros, como una parte muy especial de ese mundo, podemos decidir libremente seguir los planes de Dios u oponernos a ellos, ir por el camino de la felicidad o empeñarnos en buscar esa felicidad donde no podemos encontrarla.

La Ley de Murphy nos pone, en cada momento, frente a la elección fundamental en la vida de todo hombre, que reside en elegir entre adorar a Dios y hacerse a sí mismo dios. Esa fue la tentación de Adán y Eva, ser como dioses. Esa es mi tentación, vivir como si yo fuera dios, como si los que están a mi alrededor tuvieran que servirme, como si el mundo debiera plegarse siempre dócilmente a mis deseos, como si la tostada, para no causarme incomodidades, siempre debería caer al suelo por el lado en el que no tiene mantequilla. Y Dios, que sabe que esa es mi tentación más radical, me corrige con una paciencia infinita y me recuerda, simplemente y con todo lo que hay a mi alrededor, la verdad de mi existencia.

El mundo no es algo que yo creo a mi antojo, sino algo con lo que me encuentro. Y esto es esencial, porque permite que la realidad sea, para mí, un regalo. Lo que yo mismo fabrico o consigo por mis fuerzas nunca puede ser un regalo para mí, sólo lo que recibo de otro puede ser un don, y como tal, es algo sorprendente y que no se ajusta nunca completamente a lo que esperábamos. Si consideramos el verdadero sentido de la Ley de Murphy, nos daremos cuenta de que todo lo que hay a nuestro alrededor es un regalo y de que la respuesta adecuada ante ese regalo es la admiración y el agradecimiento.

Cuando se cumple la Ley de Murphy y sucede justo lo que no queremos que suceda, deberíamos bendecir a Dios y darle gracias. Cada una de las tostadas que caen por el lado de la mantequilla, cada uno de los semáforos que se ponen en rojo justo cuando llegamos a ellos, cada incomodidad, cada ocasión en la que mis planes no se cumplen es una llamada a la fe y la respuesta del hombre debería ser “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.
Nos quejamos a veces de que Dios no nos habla, de que se oculta y de que no se manifiesta con claridad, cuando lo que sucede es exactamente lo contrario. El mundo entero nos grita, en cada momento de nuestra existencia, que sólo Dios es Dios y nosotros no lo somos, que los caminos de Dios no son los nuestros, que la felicidad sólo se encuentra en la humildad, que es la verdad.

El universo, como humilde criatura, canta con su propio ser un Shemá cósmico: “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es un solo Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”. Y cada vez que se cumple en nuestras vidas la Ley de Murphy, nosotros podemos dejar que se renueve nuestra fe y cantar agradecidos a Dios con el universo entero, o por el contrario seguir quejándonos porque las tostadas se empeñan en no hacer nuestra voluntad.

Fuente: Infocatólica

22/10/17

LA OCLOCRACIA


Oclocracia o gobierno de la muchedumbre (del griego ὀχλοκρατία okhlokratía, latín ochlocratia) es una de las formas de degeneración de la democracia, del mismo modo que la monarquía puede degenerar en tiranía o la aristocracia degenera en oligarquía. A veces se confunde con “la tiranía de la mayoría” dado que ambos términos están íntimamente relacionados.

El término fue acuñado por Polibio, historiador griego, en su obra Historiæ (VI, 3, 5-12; 4, 1-11) escrita en torno al año 200 a.C. Polibio desarrolló su propia teoría basándose en las tres formas de gobierno aristotélicas y sus correspondientes formas impuras, sustituyendo la demagogia, como forma degenerada de la democracia, por el nuevo concepto de oclocracia.

Mientras que, etimológicamente, la democracia es el gobierno del pueblo que con la voluntad general legitima al poder estatal, la oclocracia es el gobierno de la muchedumbre, "la muchedumbre, masa o gentío es un agente de producción biopolítica que a la hora de abordar asuntos políticos presenta una voluntad viciada, confusa, injuiciosa o irracional, por lo que carece de capacidad de autogobierno y por ende no conserva los requisitos necesarios para ser considerada como Pueblo".

Polibio llamó "oclocracia" al fruto de la acción demagógica: "Cuando ésta (la democracia), a su vez, se mancha de ilegalidad y violencias, con el pasar del tiempo, se constituye la oclocracia" (Historiæ, VI, 4). Según su teoría de la anaciclosis, teoría cíclica de la sucesión de los sistemas políticos (a la que alude Maquiavelo), la oclocracia se presenta como el peor de todos los sistemas políticos, el último estado de la degeneración del poder.

Polibio describe un ciclo de seis fases que hace volcar la monarquía en la tiranía, a la que sigue la aristocracia que se degrada en oligarquía, luego de nuevo la democracia piensa remediar la oligarquía, pero zozobra, ya en la sexta fase, configurándose como oclocracia, donde no queda más que a esperar al hombre providencial que los reconduzca a la monarquía.

Según “El contrato social” de Jean-Jacques Rousseau, se define oclocracia como la degeneración de la democracia. El origen de esta degeneración es una desnaturalización de la voluntad general, que deja de ser general tan pronto como comienza a presentar vicios en sí misma, encarnando los intereses de algunos y no de la población en general, pudiendo tratarse ésta, en última instancia, de una "voluntad de todos" o "voluntad de la mayoría", pero no de una voluntad general.

Según el filósofo escocés James Mackintosh (1765-1832) en su Vindiciae Gallicae, la oclocracia es la autoridad de un populacho corrompido y tumultuoso, como el despotismo del tropel, nunca el gobierno de un pueblo.

No hay que confundir el concepto de “muchedumbre” con la noción de “multitud” promovida fundamentalmente por Baruch Spinoza, que durante la Edad Media se diferenció de la distinción de “pueblo” y “muchedumbre” promovida por Thomas Hobbes e imperante hasta nuestros días. La diferencia básica es que bajo la distinción de Hobbes el conjunto de ciudadanos quede simplificado en una unidad como cuerpo único con voluntad única (ya sea una mera muchedumbre que reúna los requisitos necesarios para ser considerada como pueblo), mientras que el concepto de multitud rehúsa de esa unidad conservando su naturaleza múltiple.

Es común que dicha situación pueda estar promovida por la influencia de intereses, ilustres pensadores como Aristóteles, Pericles, Giovanni Sartori, Juvenal, Shakespeare, Lope de Vega, Ortega y Gasset o Tocqueville han advertido de un permanente peligro para la democracia popular: el interés de los oclócratas que ejercen el poder para hacerla degenerar en oclocracia con el objetivo de mantener dicho poder de forma corrupta, buscando una ilusoria legitimidad en el sector más ignorante de la sociedad, hacia el cual vuelcan todos sus esfuerzos manipuladores y propagandístico.

En el desarrollo de esta política, sólo se tiene en cuenta de una forma superficial y burda los reales intereses del país, dirigiéndose el objetivo de la conquista al mantenimiento de un poder personal o de grupo, mediante la acción demagógica en sus múltiples formas apelando a emociones irracionales mediante estrategias como la promoción de discriminaciones, fanatismos y sentimientos nacionalistas exacerbados; el fomento de los miedos e inquietudes irracionales; la creación de deseos injustificados o inalcanzables; etc. para ganar el apoyo popular, frecuentemente mediante el uso de la oratoria, la retórica y el control de la población. 

La apropiación de los medios de comunicación y de los medios de educación por parte de dichos sectores de poder son puntos clave para quien busca esta estructura de gobierno, a fin de utilizar la desinformación. Así se mantiene un dominio sobre masas en movimiento que hacen valer sus propias instancias inmediatas e incontroladas creando la ilusión de que se impone un legítimo poder constituido sobre la voluntad popular. Sin embargo, tal y como asegura Rousseau en El Contrato Social falta la piedra angular, es decir, la voluntad general de unos ciudadanos conscientes de su situación y de sus necesidades, una voluntad formada y preparada para la toma de decisiones y para ejercer su poder de legitimación de forma plena. De esta forma, en la oclocracia la legitimidad que otorga el pueblo está corrupta, pasando el poder del campo de los políticos al campo de los demagogos.

Según Rousseau, la democracia degenera en oclocracia cuando la voluntad general cede ante las voluntades particulares, por ejemplo por artimañas de asociaciones parciales (El Contrato Social, II, 3). Pero en la práctica, es a menudo difícil de determinar cuando se pasa de una voluntad a otra.

Un fortalecimiento del poder político, por ejemplo del gobierno, pone un cierto límite a la oclocracia; ¿Pero en qué medida no se aparta también de la democracia que el poder pueda imponerse a cualquier decisión de la población?, ¿Cuáles son los límites de este fortalecimiento de la autoridad?. Podría considerarse un principio fundamental de la democracia tener un poder capaz de resistir a la muchedumbre; pero la cuestión es saber en cuales límites esto es posible sin pasar a una forma de tiranía mediante una alienación de la soberanía popular y un desprecio del gobierno con respecto al pueblo. 
Sólo mediante el adecuado ordenamiento jurídico (estado de derecho), se puede garantizar a todo un Pueblo la equidad y el cumplimiento constitucional.

Fuente: wikipedia