Los
investigadores han detectado que los ritmos sordos o hiperagudos y repetitivos,
que se escuchan en las músicas folclóricas (flamenco, danzas de los campesinos
bretones, música zíngara, danzas eslavas…) o tribales (salsa, samba, tam-tam
africano…) actúan sobre el hipotálamo, que segrega endorfinas que nos sumergen
en un estado de enajenación.
Estos ritmos tienen un efecto hipnótico muy conocido, y no es casualidad que
sean las poblaciones más pobres, las que sufren más, las que hayan desarrollado
las músicas más ensordecedoras. Éstas dan ganas de saltar, de dar vueltas sobre
uno mismo y de bailar durante horas, lo que provoca de inmediato una impresión
de alegría e incluso de euforia.
Aquel que escucha esta música tiene primero la impresión de evadirse. En el
estadio siguiente, se siente cada vez más fuera de sí y se vuelve capaz de
actos que jamás habría osado cometer en condiciones normales. La música tribal,
que es la más fuerte, se reintrodujo en la civilización occidental con el
rock'n roll de Elvis Presley, quien reprodujo ritmos africanos que había oído
en el sur de Estados Unidos, lo que explica en parte la histeria colectiva que
provocaba en la juventud bien educada, que jamás antes había vivido esas
sensaciones. Elvis Presley fue rápidamente seguido por otros que aprovecharon
el filón (y acumularon fortunas increíbles), entre ellos los Beatles, los
Rolling Stones o los grupos de hard-rock, seguidos en la década de 1980 por la
música House y, por último, el Rap, el Techno y todas las músicas electrónicas
nuevas basadas en ritmos repetitivos.
El problema es que quien se sumerge en esta música, si bien tiene primero una
sensación a veces extraordinaria de pasárselo “de miedo”, sólo alcanza esa sensación
de alegría porque su cerebro desconecta de la realidad.
Consumidas con moderación, ayudan a crear un ambiente festivo, lo que está muy
bien. Pero en dosis altas pueden llegar a deprimir cuando, por ejemplo, al
abandonar la multitud de la discoteca, la música se detiene y la persona se
vuelve a enfrentar cara a cara con sus problemas, que entonces le pueden
parecer más desesperantes que nunca.
Según una prueba del profesor Tomkins para ver la influencia de la música en el
crecimiento de plantas de maíz, calabacines y caléndulas, éste constató que la
música rock provocaba al principio, o bien un crecimiento desmedido con la
aparición de hojas excesivamente pequeñas, o bien una interrupción de este
crecimiento. En un espacio de quince días, todas estas caléndulas habían
muerto, mientras que otras, que habían sido acunadas con música clásica,
florecían de manera armoniosa a dos metros de las anteriores.
La música concebida para olvidar, insensibilizar, provocar un estado de trance,
o incluso para incitar a la desesperación, al nihilismo o al suicidio, no es un
invento reciente. Pero la presencia generalizada de equipos de música (en los
coches primero y luego en los teléfonos móviles) ha hecho que estos tipos de
música se extiendan como nunca. Y que se consuman de un modo masivo entre la
población.
Cuando ves a alguien escuchando con los auriculares música rítmica de base
repetitiva a un volumen muy alto. Si le preguntas, te dirá, evidentemente, que
esa música le gusta, y es cierto que ésa es la sensación que causa: como una
droga suave, la música ayuda a escapar de la realidad y parece hacer la vida
más llevadera. Incluso a los deportistas les puede ayudar a superarse. Pero
en la vida de una persona lo cierto es que esto se traduce en una disminución
de su voluntad y de su energía. Los desastres personales (la droga, el alcohol,
el suicidio, la violencia) que conocen muchos rockeros no son casualidad, sino
una consecuencia directa de los efectos de su música sobre ellos mismos (y es
que quien la toca la sufre todavía más que quien la escucha).
Por suerte, el poder “mágico” de la música se puede ejercer también, y de modo
todavía más fuerte, en un sentido positivo: suscitar buenos sentimientos,
tranquilizar, volver más feliz e incluso instruir y hacer descubrir nuevas
facetas de la vida y el universo. La música puede llegar a permitir el
redescubrimiento de la belleza e incluso el sentido de la existencia.
El ser humano aprendió a combinar cada vez mejor ritmo, melodía, armonía,
matices y timbres para producir los efectos más variados sobre su público y
sobre sí mismo. La música clásica occidental es la que más lejos ha llegado, al
ser capaz de sugerir todos los matices de la alegría, la tristeza, el amor y el
odio, así como la esperanza y la desesperanza.
La música clásica también es capaz de hacernos descubrir universos que no
conocíamos. Al escuchar los coros militares o las trompetas celebrar la
victoria en “Aída”, de Verdi, podemos descubrir en nosotros una voluntad, un
entusiasmo, un arrojo físico que no sospechábamos tener.
Al escuchar una cantata de Johann Sebastian Bach, podemos sentir una compasión
y un amor por la humanidad afligida que creíamos ser incapaces de tener.
Al escuchar una sonata de Schubert, entendemos verdaderamente con qué violencia
y dolor podemos enamorarnos.
Con las sinfonías de Gustav Malher nos sentimos preparados para partir a la
conquista del espacio (el autor de la música de “La Guerra de las Galaxias”,
John Williams, se inspiró directamente en ellas).
Y podría continuar así con todo el abanico de sentimientos que podemos mostrar
en la vida: el orgullo, el miedo, la vergüenza, la exaltación, la admiración...
Muchísimos tipos de música moderna y actual transmiten también emociones
inmensas.
Nos permiten, fuera de cualquier estímulo real, sentir exactamente lo mismo que
un campeón olímpico que acaba de ganar una medalla de oro, un explorador que
parte a la conquista de los océanos, una madre que ha perdido a su hijo, un
prisionero en una mina de sal, un exiliado que añora su país, y mucho más.
Juan-M. Dupuis
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