Puede
que parezca absurdo sugerir que los seres espirituales en el cielo
conversan en alguna clase de lenguaje como el que nosotros solemos
emplear, un lenguaje como lo conocemos impone en razón de su misma
naturaleza unas limitaciones a la comunicación de nuestros
pensamientos unos con otros. Desde luego, esta clase de limitaciones
no existen en el cielo.
No
se puede imaginar que Dios Padre «hable» con Dios Hijo en este
sentido limitador, aunque sería concebible que los ángeles hablen
entre sí y que Dios les hable a ellos. Naturalmente, es posible que
haya alguna forma totalmente distinta de comunicación, de la que no
sepamos nada por ahora, pero que pudiera tener alguna relación con
la realidad de la inspiración por ejemplo con la clase de
inspiración que lleva la telepatía.
La
Escritura registra una cantidad de conversaciones en el cielo entre
Dios y los ángeles, y entre los ángeles mismos, como en Job 1:6 y
Daniel 10:21. En este último caso hay una sugerencia de algo que
tiene la naturaleza de un argumento verbal.
En
cualquier caso, Dios ha hablado al hombre, y quizá no carece de
significación que cuando así lo hizo, tanto por escrito al dar los
Diez Mandamientos y sobre la pared en el palacio
de Belsasar, como en conversación directa como cuando habló al
Primer Adán y al Postrer Adán, e incluso por medio del postrer Adán
al hombre (en arameo), el lenguaje es siempre alguna forma de semita.
Se puede argüir que esto era inevitable, por cuanto el pueblo hebreo
había sido escogido como intermediario de Dios por lo que respectaba
a Su revelación.
Esta
podría ser una explicación totalmente suficiente excepto por dos
circunstancias que pueden tener una significación especial:
(a)
el nombre original que Adán aplicó a su ayuda idónea, y (b) los
nuevos nombres dados a dos convertidos en el Nuevo Testamento.
Ante
todo se debería decir algo acerca de la significancia de los
nombres, se puede decir que en casi todas las otras sociedades no
occidentales un nombre personal no es meramente una designación útil
con propósitos de identificación, sino que constituye la identidad
personal del individuo. Este principio de identidad se origina en la
antigüedad. Una de las más antiguas tabletas cuneiformes de interés
especial para los estudiosos de la Biblia, trata de la historia de la
creación y describe el tiempo antes de la formación de la tierra
-esto es, cuando no existía- como un tiempo en el que la tierra «no
estaba nombrada».
“Tiempo
hubo que el Cielo arriba no estaba nombrado, que a la tierra abajo
nombre no le había sido dado”.
La
narración en la que Adán da nombre a los animales que le son
presentados es mucho más significativa de lo que solemos suponer,
porque los nombres que les dio no eran meramente designaciones, sino
resúmenes de sus características. Por estos nombres indicaba su
reconocimiento del hecho de que ninguno de ellos era una
contrapartida adecuada de su propio ser y que por ello no podían ser
una verdadera ayuda idónea para él.
Cuando
despertó del profundo sueño que le sobrevino a continuación, y
cuando vio que Dios le había traído otra de Sus criaturas, en el
acto percibió en ella a su verdadera ayuda idónea.
Por
el nombre que le dio, demostró su conciencia de la relación que
tenía con él. Su nombre original no fue Eva (nombre que recibió
posteriormente), sino mujer. La palabra mujer es traducción de un
término semítico que es la forma femenina de la palabra para varón.
Hombre
es Ish, mujer es Ishah. En ningún otro lenguaje aparece como cosa
cierta que la palabra para mujer sea el femenino para la palabra para
varón. Compárese por ejemplo el latín vir para varón, mulier para
mujer; el griego anêr para varón, gunê para mujer. En inglés, la
palabra woman es una forma contraída de un término original
«woof-man», que significaba «el hombre que teje». En castellano,
las formas señor y señora parecen en principio paralelas, pero
señor no es realmente la palabra para «varón», ni señora la
palabra para «mujer». Se trata más exactamente
de tratamientos de cortesía como «sir» y «lady» en inglés
(aunque sí se debe observar que las traducciones bíblicas españolas
en general emplean en este pasaje un término poco usado pero
aceptado formalmente, traduciendo Ishah como «varona». En los
diccionarios normativos de la lengua española no es un término de
uso cotidiano.
Esta
circunstancia excepcional en la historia de Adán y Eva constituye
por sí misma una cierta prueba de que la forma de habla que Adán
empleó era la semita, por cuanto hubiera sido cosa bien natural que
el primer ser humano hubiera designado a su ayuda idónea mediante
una forma modificada de su propio nombre.
Ahora
bien, así como un nombre se identifica con existencia, del mismo
modo un nuevo nombre se identifica con una nueva existencia. Este es
un concepto extendido, y en muchas otras sociedades una persona que
cambia de posición adopta generalmente un nombre nuevo (y a menudo
secreto). Y cualquier persona que padezca una enfermedad durante un
período anormalmente largo intentará remediarlo cambiando de
nombre, convirtiéndose así en otro individuo y librándose con ello
de la enfermedad unida al antiguo.
En
tiempos recientes se han comunicado algunos casos instructivos de
esto, incluso en nuestras propias instituciones mentales.
Jacob
recibió un nuevo nombre después de una lucha espiritual muy
señalada, y después parece haber sido llamado por ambos nombres, el
viejo o el nuevo, quizá dependiendo de si era el viejo hombre o el
nuevo el que estaba a la vista. La nación que surgió de él parece
haber sido tratada de la misma forma.
Así,
en tanto que la Palabra de Dios era enviada a Jacob, solo caía en
Israel (Is. 9:8). De forma similar, aquel gran y terrible día de la
tribulación será el día de la angustia de Jacob (Jer. 30:7), pero
solo Israel será salvado (Ro. 11:26). Un israelita así era
Natanael, designado por el Señor como «un verdadero israelita»
(Jn. 1:47), como para resaltar la distinción. En Isaías 45:4
Jacob es meramente un siervo, mientras que Israel es Su escogido, que
goza de una nueva relación con Él.
Naturalmente,
ambos nombres Jacob e Israel son palabras semíticas,
de modo que el nuevo nombre no se daba a este respecto en un lenguaje
diferente.
Pero
en el Nuevo Testamento tenemos a dos personas que reciben nombres
nuevos:
Pedro
(que es griego), y Marcos (que es latín), y que reciben también
nombres semíticos. Pedro fue posteriormente renombrado Cefas, el
original es una combinación de dos palabras hebreas. Al igual que
Jacob, Pedro no siempre estuvo a la altura de su nuevo nombre,
excepto que Pablo se refiere a él constantemente con el nombre de
Cefas en su Primera Epístola a los Corintios (1:12; 9:5; 15:5).
Pablo
mismo recibió un cambio de nombre, y la ocasión del cambio es
significativa. No coincidió con su conversión. Saulo se convirtió
en Hechos 9, pero se le sigue designando como Saulo en Hechos 13:2.
Sin embargo, en Hechos 13:2 leemos esta declaración: «Entonces
Saulo (que también es Pablo), lleno del Espíritu Santo ...». A
partir de entonces nunca se le vuelve a mencionar por su viejo
nombre.
Por
estos pocos fragmentos de luz, el nuevo Nombre que vamos a recibir, y
que está oculto en este momento, resumirá de una manera singular
toda nuestra nueva personalidad en Cristo, y probablemente tendrá
significado en semítico, el lenguaje del cielo, donde está nuestra
ciudadanía.
De
Génesis hacia finales del siglo XIX, se ilustra de forma maravillosa
la universalidad del idioma del cielo:
«Dos
creyentes de diferentes países se conocieron en una conferencia y
observaron cada uno en el otro evidencias inequívocas de su común
fe. Se acercaron con las manos extendidas en señal de bienvenida, y,
aunque totalmente incapaces de pronunciar una palabra en el idioma
del otro, se comunicaron perfectamente cuando uno dijo, ¡Aleluya! y
el otro respondió en el acto: “¡Amén!”»
Fuente:
Time and Eternity, vol. 6 of the Doorway Papers, 1975.
[Originalmente
Doorway Paper # 8 - Ottawa, Ontario 1961 / Rev. 1977]
www.custance.org
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