Probablemente
muchos lectores conocerán la Ley de Murphy, que dice en su forma
más sencilla: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”, y en una
formulación alternativa: “La tostada siempre cae al suelo por el
lado de la mantequilla”.
La
Ley de Murphy tiene un núcleo muy importante de verdad, pero más
que físico, es esencialmente espiritual. No existe una Ley de la
Gravitación particular de la Mantequilla, pero sí una tendencia
presente en todos nosotros y que conviene conocer: Tendemos a esperar
que todo suceda según nuestros planes. Creemos que lo “normal”
es que suceda lo que queremos que suceda y por eso, nos llaman más
la atención los casos en los que ocurre lo contrario. De alguna
forma y a pesar de lo que nos dice la razón, asumimos constantemente
que el mundo entero está a nuestro servicio y nos sorprende que, de
hecho, no sea así.
Existe
una inercia metafísica del ser, que se opone a nuestros deseos.
Queremos que las cosas sucedan de un modo determinado, pero la
realidad, testarudamente, se niega a hacer lo que queremos, cuando lo
queremos y como lo queremos. Es algo que todos experimentamos y de lo
que todos nos quejamos, aunque no nos detengamos a pensar mucho en
ello.
Ya
Buda se dió cuenta de este hecho y lo recogió en su “Sermón de
las Cuatro Verdades”: Sufrimos porque deseamos que ocurran cosas y
no ocurren y también porque deseamos que otras cosas no ocurran y
ocurren. La reacción de Buda al darse cuenta de este hecho
trascendental para el ser humano fue muy comprensible. Decidió que
para escapar a la maldición del sufrimiento, merecía la pena
intentar no desear nada, así no nos veríamos decepcionados y se
rompería la maldición de la Ley de Murphy, que él llama samsara
(la rueda kármica).
Pero
Buda no se dió cuenta de algo maravilloso, la Ley de Murphy no es
una maldición, sino una bendición. Sólo es una maldición si la
consideramos con los ojos puestos en nuestro ombligo. Si mi “yo”
es el centro del universo, es cierto que ese universo está maldito
porque se empeña en luchar contra su centro y las únicas soluciones
son la idea ingenua de que el hombre llegará a dominar totalmente el
mundo (cientifismo, racionalismo, marxismo, etc.) o la búsqueda de
la disolución de la propia persona (budismo). Sin embargo, si
llegamos a descubrir que no somos el centro del universo, las cosas
cambian, porque nos damos cuenta de que las cosas no se oponen a
nuestra voluntad, sino que, simplemente, obedecen a la Voluntad de
otro, independientemente de nuestros planes. Esto se debe a que el
mundo no es creación nuestra y nosotros no somos sus dueños. El
mundo es creación de Dios y sigue sus leyes y sus planes, no los
nuestros. Y nosotros, como una parte muy especial de ese mundo,
podemos decidir libremente seguir los planes de Dios u oponernos a
ellos, ir por el camino de la felicidad o empeñarnos en buscar esa
felicidad donde no podemos encontrarla.
La
Ley de Murphy nos pone, en cada momento, frente a la elección
fundamental en la vida de todo hombre, que reside en elegir entre
adorar a Dios y hacerse a sí mismo dios. Esa fue la tentación de
Adán y Eva, ser como dioses. Esa es mi tentación, vivir como si yo
fuera dios, como si los que están a mi alrededor tuvieran que
servirme, como si el mundo debiera plegarse siempre dócilmente a mis
deseos, como si la tostada, para no causarme incomodidades, siempre
debería caer al suelo por el lado en el que no tiene mantequilla. Y
Dios, que sabe que esa es mi tentación más radical, me corrige con
una paciencia infinita y me recuerda, simplemente y con todo lo que
hay a mi alrededor, la verdad de mi existencia.
El
mundo no es algo que yo creo a mi antojo, sino algo con lo que me
encuentro. Y esto es esencial, porque permite que la realidad sea,
para mí, un regalo. Lo que yo mismo fabrico o consigo por mis
fuerzas nunca puede ser un regalo para mí, sólo lo que recibo de
otro puede ser un don, y como tal, es algo sorprendente y que no se
ajusta nunca completamente a lo que esperábamos. Si consideramos el
verdadero sentido de la Ley de Murphy, nos daremos cuenta de que todo
lo que hay a nuestro alrededor es un regalo y de que la respuesta
adecuada ante ese regalo es la admiración y el agradecimiento.
Cuando
se cumple la Ley de Murphy y sucede justo lo que no queremos que suceda, deberíamos bendecir a Dios y darle gracias. Cada una de
las tostadas que caen por el lado de la mantequilla, cada uno de los
semáforos que se ponen en rojo justo cuando llegamos a ellos, cada
incomodidad, cada ocasión en la que mis planes no se cumplen es una
llamada a la fe y la respuesta del hombre debería ser “Gloria al
Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.
Nos
quejamos a veces de que Dios no nos habla, de que se oculta y de que
no se manifiesta con claridad, cuando lo que sucede es exactamente lo
contrario. El mundo entero nos grita, en cada momento de nuestra
existencia, que sólo Dios es Dios y nosotros no lo somos, que los
caminos de Dios no son los nuestros, que la felicidad sólo se
encuentra en la humildad, que es la verdad.
El
universo, como humilde criatura, canta con su propio ser un Shemá
cósmico: “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es un solo Dios.
Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas”. Y cada vez que se cumple en nuestras vidas la
Ley de Murphy, nosotros podemos dejar que se renueve nuestra fe y
cantar agradecidos a Dios con el universo entero, o por el contrario seguir quejándonos
porque las tostadas se empeñan en no hacer nuestra voluntad.
Fuente:
Infocatólica
No hay comentarios:
Publicar un comentario